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PUNCIONES (2016)

 

Texto de Gustavo Buntinx.

Fantaseo en la obra de Rossana López-Guerra el recorte y confección de un ajuar. Somático: una obsesión, histéricamente contenida. Una elegancia que es también una fijación óptica ––y manual–– por el hueco, el calado, el tajo.

Incisiones, perforaciones. Fácticas o visivas: López Guerra hace de la punción una pulsión reprimida. Y sublimada en el imaginario constelar de lo más íntimo y doméstico.

En plural. Los ajuares: no la sola casa sino todo aquello que lo torna hogar.

Muebles, bordados, fotografías.

Las materializaciones más públicas de lo personal trastornado por el cotidiano de la familia. En transferencia fetichista al menaje doméstico. Siempre anticuado. Y blasonado por mutilaciones, inversiones, desplazamientos. O por el simple pespunteo de sus zonas erógenas con rutilantes perlas de barata fantasía. Que dibujan, desdibujan, un firmamento.

Los ajuares. Y sus tensiones sofrenadas. Como en los sistemas de contención ––exaltación–– del desborde pasional. En seres y enseres: el capitoné es al mobiliario lo que el corsé es al cuerpo. (¿Femenino?).

También en clave mitopoética. Atención a las sugerencias estelares de los orificios en los papeles amorosamente agujereados. Y atrapados en cajas de luz ambarina. Para configurar imágenes levitantes de cómodas y chiffoniers Luis XV, o marquises Luis XVI. Levitaciones que otras piezas de este políptico sintetizan en geometrías esenciales de alguna constelación ensoñada. O dispersan en cósmicas manchas ovulares. Nebulosas, materia primordial, polvo de estrellas. La trituración del aura (Walter Benjamin).

Pero atención también a las órbitas seccionadas de las fases menstruales de la luna. El viaje astral de lo uterino. Hacia un infinito que es además un inconsciente.

Sideral, visceral.

Pulsional.

Constelaciones del deseo. Doméstico, domesticado. Y al mismo tiempo exacerbado por las huellas ornamentales de una represión que se sublima. Para desde allí enlucir, relucir, su retorcimiento y su goce.

Como en la instalación perturbante, en cuarto propio (Virginia Woolf), de un desván soliviantado de mesas cojas, puertas rotas, sillas descompuestas, sillones abiertos, espejos turbios, cortinajes descosidos, rejas truncas. La pantalla percudida de una lámpara desangelada. Ese cuadro kitsch que un madero atraviesa. Alguna araña cursi que, lacrimosa, se derrama. Un vértigo de muebles mutilados que se arremolinan y elevan y desploman. Suspendidos en  la espesura del aire que desde ellos se enrarece. Atrapados en la arquitectura como santos ruinosos en un desequilibrante altar barroco.

Hay algo de barroco, y al mismo tiempo de siniestro (unheimlich), en esa aglomeración inquietada. Como lo hay también ––de manera más sutil–– en la muestra toda.

Una disrupción. Pero además una contemplación, una melancolía, de nuestro imparable abismamiento. Personal y social y existencial. Una vanitas, un memento mori.

Aunque también un escozor, algún deseo. Trastornado.

Como en el antiguo álbum familiar expuesto “con una obertura en el reverso” (Rossana López-Guerra), perversamente exaltada por la inserción de un lente. Una incitación a fisgar, fisgonear, tras ese óculo, ese ojo de esa cerradura ciega, una sola fotografía. Invertida: el insólito retrato de estudio ––un ferrotipo–– en el que seis mujeres ––victorianas–– nos dan la espalda. Para exhibir el (des)control de sus cabellos, dicen. Pero asimismo para ofrecerse dorsales a nuestras miradas, mientras hurtan las suyas en el viraje de los rostros hacia el gran bosque pintado sobre el telón de fondo. Un boscaje prolongado por plantas de utilería que nos ubican en un claro, en una apertura, en el hueco de esa maraña ficticia. Desviada.

La naturaleza como artificio.

Cultura-contra-natura.

La familia: otro ajuar.

(Continuará).

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